lunes, 27 de febrero de 2012

Belgrano por Osvaldo Soriano


UN AMOR DE BELGRANO 



Por OSVALDO SORIANO*

Cómo contarlo al pobre Belgrano? ¿Con qué colores pintarle diez años de guerra y de infortunio? ¿Qué instante de su vida elegir para evocarlo mejor?
Pongamos primero los de las efemérides escolares: los jubilosos de Tucumán y Salta; los nefastos de Vilcapugio y Ayohúma; los del rebelde que levanta una bandera propia para acelerar la marcha de la Historia.
Pero sobre todo los del amante otoñal y olvidado que guerrea en el norte a la espera de que San Martín caiga sobre el Perú.
En 1818 ya han muerto los sueños de revolución y la guerra civil entre porteños y provincianos ha desatado odios que van a prolongarse hasta hoy.
Belgrano, que en Tucumán cuida la retaguardia de los guerrilleros de Güemes, impone una disciplina espartana: se acaban los bailes, las mujeres y la baraja.
San Martin y Paz se asombran y lamentan la dureza de ese civil al que las circunstancias han hecho militar.
Por las noches recorre las calles con un ordenanza e irrumpe disfrazado en los cuarteles para sorprender a los oficiales desobedientes.
Es de acero ese jacobino católico al que llaman despectivamente bomberito de la Patria.
En pocos meses funda varias escuelas, una academia de matemáticas, una imprenta y manda sembrar huertos para pelear contra el hambre que le mata los caballos y debilita a la tropa. Curioso personaje este nieto de venecianos del que San Martín escribe: “Es el más metódico que conozco en nuestra América, lleno de integridad y valor natural; no tendrá los conocimientos de un Moreau o Bonaparte en punto a la milicia, pero créame usted que es el mejor que tenemos en América del Sur”.
¿Cómo es?
“De regular estatura, pelo rubio, cara y nariz fina, con una fístula casi imperceptible bajo un ojo; no usa bigote y lleva la patilla corta. Más parece alemán que porteño.”
En Buenos Aires ha tenido amores tumultuosos de los que ha nacido un hijo clandestino que Juan Manuel de Rosas cría y ampara bajo el nombre de Domingo Belgrano y Rosas. Otra descripción de primera mano, dice: “Es un hombre de talento cultivado, de maneras finas y elegante, que gustaba mucho del trato con las señoras”.
¿Por qué se sacrifica?
Por la libertad y la justicia.Esos valores que le han faltado durante los primeros cuarenta años de su vida serán la obseción de los diez últimos.
Y al final, derrumbado por la cirrosis y la hidropesía, trata de comprender por qué lo abandonan.
“¿Ha créido usted acaso que yo pueda dudar de la legitimidad de los gastos que se hagan en ese ejército? -le escribe Pueyrredón-. no sea tonto, compañero mío y crea que así como usted me llora porque lo auxilie con dinero, yo lloro del mismo modo porque veo las dificultades. Usted siente las necesidades de ese ejército y yo con ellas siento las del de los Andes, las del Este, las de los Enviados Exteriores y la de todos los pueblos.”
Entonces, Belgrano se dirige a Saavedra: “Digan lo que quieran los hombres sentados en sofás o sillas muy bonitas, que disfrutan de comodidades mientras los pobres diablos andamos en trabajos; a merced de los humos de la mesa cortan, tallan y destruyen a los enemigos con la misma facilidad con que empinan una copa”.
Es que su ejército de liberación no tiene donde caerse muerto: “Ni tiempo, ni suelas, ni cosa alguna tenemos: todas son miserias; todo es pobreza, así amigo que yo me entiendo”, le escribe a Martín Güemes que le pide auxilio.
Poco después, a Pueyrredón: “Todas son miserias en este ejército. No dinero, no vestuario, no tabaco, no yerba, no sal, en una palabra: nada que pueda aliviar a esos hermanos de armas sus trabajos ni compensar sus privaciones”. Y enseguida: “La deserción está entablada como un consiguiente al estado de miseria, desnudez y hambre que padecen estos pobres compañeros de armas”.
Es un Belgrano achacoso, de chaqueta zurcida y botas remendadas el que se reencuentra de pronto con la niña Dolores Helguera. Ella es hija de una intocable familia tucumana y el general la ha conocido en los jubilosos días de victoria, cuando era una pecosa de trece años. Ninguno de los dos ha olvidado los primeros amores de 1813 a los que la familia de la muchacha puso fin casándola con un tal Rivas, de la aristocracia local. Por entonces, Belgrano aparecía a los ojos de los tucumanos como un plebeyo metido a revolucionario.
Ya antes, en Buenos Aires, había desatado escándalos por sus entreveros con polleras honorables. Pero a los cuarenta y nueve años, destrozado por los combates y los sinsabores, se tropieza de nuevo con la adolescente que lo amó de viejo. En una de sus rondas la ve pasar, pero es tan poco lo que queda de aquel general victorioso, que no se anima a correr a su encuentro.
Lo que sigue es un mal folletín: Belgrano se entera de que ella vive en Londres, provincia de Catamarca, y manda a un hombre de confianza a que averigüe si ella todavía lo quiere. El chasque corre, pregunta, finge (sin saber que dice la verdad) estar al servicio de un general moribundo. Dolores Helguera se enternece y corre a verlo.
El tal Rivas, que en el folletín hace de marido, está en Bolivia y como es un tipo prudente no se acerca a Tucumán.
El cura Jacinto Carrasco, que escribe la primera noticia, le inventa una separación para no manchar la memoria del amante perfecto. Cuando Dolores queda embarazada, Belgrano mueve cielo y tierra para ubicar a Rivas y protegerlo de las razones de Estado que ponen su vida en peligro.
Carta a Pueyrredón: “Repugna a mis principios arrebatar las propiedades y jamás entraré en semejante idea, por consiguiente nos veremos expuestos a no tener qué dar de comer al ejército (…) La desnudez no tiene límites: hay hombres que llevan sus fornituras sobre sus carnes y para gloria de la Nación hemos visto visto desnudarse de un triste poncho a algunos que los cubría para resguardar sus armas del agua”.
Se acorta el tiempo para Belgrano, pero todavía le quedan algunos disgustos por sufrir.
Prilidiano Pueyrredon: La hija de Belgrano Manuela Mónica del Corazón de Jesús Belgrano
En 1819 la Revolución ya es una parodia y todo se le escapa de las manos: la mujer que le niegan y el ejército que se le subleva. “De resultas de la Revolución se vio abandonado de todos; nadie lo visitaba, todos se retraían de hacerlo”, cuenta su amigo Celedonio Balbín.
El gobierno lo manda a Santa Fe y el 4 de mayo de 1819 nace la hija, Manuela Mónica.
En agosto, Belgrano se siente morir y vuelve a Tucumán para reconocerla como suya. Llega en camilla, echando espuma por la boca y agarrotado por los calambres.
Temeroso de nuevas calamidades, un capitán de nombre Abraham González subleva a la tropa, insulta y maltrata al propio general. Es el fin: con la plata que le presta Balbín, emprende el último viaje.
Lo acompañan su médico, un capellán y el padre de Dolores: “Cuando llegaban a una posta lo bajaban cargado y lo conducían a la cama”. Es tal el odio que los provincianos alzados en armas profesan a los porteños, que el viaje es una odisea.
Cuenta Balbín: “Al llegar al campo de Cepeda, a pocos meses de la batalla, en el patio de la posta donde pasé me encontré con dieciocho a veintidós cadáveres en esqueletos tirados al pie de un árbol pues muchos cerdos y millones de ratones que había en la casa se habían mantenido y mantenían aún con los restos. Al ver yo aquel espectáculo tan horroroso fui al cuarto del maestro de posta al que encontré en cama con una enfermedad de asma que lo ahogaba. Le pedí mandase a sus peones que hicieran una zanja y enterrasen aquellos restos, quitando de la vista aquel horrible cuadro y me contesta no haré tal cosa, me recreo con verlos pues son porteños. A una contestación tan convincente no tuve qué replicar y me retiré al momento con el corazón oprimido”.
El 20 de junio de 1820, mientras los caudillos del interior entran en Buenos aires, el hombre fuerte de la Revolución se muere olvidado, lejos de sus amores prohibidos.

* “Cuentos de los años Felices” Editorial Sudamericana. Bs. As. 


domingo, 26 de febrero de 2012

Los trenes de Osvaldo Soriano


TRENES

Por Osvaldo Soriano *

Siempre me vuelven a la memoria aquellos viajes en tren que cambiaron mi vida. Eran viajes lar­gos y rumorosos, con sándwiches de milanesa y limonadas caseras. Ahí vamos, mi madre y yo vestidos de Domingo en el vagón de segunda. Mamá lleva un pañuelo azul al cuello y la mirada puesta en la ventanilla sucia. Yo voy de pantalón corto y es posible que lleve un pulóver marrón con los codos zurcidos. No sé a qué le temo ni en qué piensa mi madre.
Cae la tarde y el sol se esconde en el horizonte. Mi padre ha partido meses antes a ocupar su cargo en una oficina de Río Cuarto. Muchos años después, al escribir estas líneas, releo una carta que le mandé a los nueve años: “Querido papá: a mami ya le sacaron la benda y yo me estoy haciendo una onda, la goma me la trajo del regimiento el señor Limina. Ya tenernos camionero, es Jamelo, mandá plata. Como estás por allá? Asfaltan calles? acá no, Fernandino viene siempre entre las 10 o 10 y media. Voy al cine cuando quiero y me levanto a las 10. Esperamos ir con vos, termina la casa. Besos chau”. Y al margen, como posdata: “El gatito está atado”.
Algunos errores de sintaxis, la be de benda y los acentos que faltan. Una caligrafía rumbosa que mi padre conservó hasta el final entre sus papeles. El chico de la carta es el que viaja con su madre en un tren que culebrea y se detiene de tanto en tanto a reponer agua y carbón. Una locomotora negra, con humo negro, igual que esa a pilas con la que ahora juega mi hijo. Perón la ha pagado como si fuera nueva y lleva el escudo nacional. Me pregunto: ¿por qué está atado el gatito? ¿Qué venda le han sacado a mi madre? ¿Quién es Jamelo? ¿Por qué me preocupa tanto el asfalto de las calles?
Mi madre ya no se acuerda del gatito. Con más de ochenta años se le confunden los trenes. Había tomado el primero en Pamplona, cuando era chica, y siguió aquí, en esta tierra inmensa, detrás de mi padre. Al Norte, al Sur, a la sierra, al mar, mamá subió a todos los trenes. Me dice, escondida en una montaña de recuerdos difusos, que Jamelo era el de la mudanza y se lleva la mano a la frente donde todavía tiene la marca de aquella herida. Un barquinazo con el jeep de Obras Sanitarias, de eso me acuerdo bien. Mi padre siempre agarraba los pozos más grandes y en aquel de San Luis mi madre dejó la lozanía de su cara española. Sangraba y no podía entender qué le había pasado. Mi viejo la cubrió con un pañuelo y manejó kilómetros y kilómetros maldiciendo todos los pozos que Dios ponía en su camino. En un hospital le colocaron esa venda que ya le han sacado en mi carta.
Manejaba mal, mi viejo, pero él nunca lo admitió. Una vez me atreví a decírselo en una curva, camino de Rauch. Frenó el coche en un pastizal y me dijo que bajara a pelear. Era así. Se enfrascaba en sus pensamientos y olvidaba la ruta. Entonces mi madre se sentía feliz de subir al tren justicialista. No le importaba que pasáramos días y días en aquellas butacas de madera durmiendo sobre una frazada. A la noche, cuando el tren se paraba en cualquier parte y los señaleros caminaban junto a la vía sin dar explicaciones, abría un paquete hecho con una caja de zapatos y todos los pasajeros se daban vuelta para sentir el aroma de nuestro pollo relleno. Tenía que durar hasta el final del viaje y lo administraba con un rigor de campesina. Mientras comíamos me contaba escenas de Lo que el viento se llevó y de postre las películas del Gordo y el Flaco. Entonces reía y los hacía correr perseguidos por un fantasma o subir un piano inútil a un segundo piso equivocado. El tren arrancaba a los tirones y después se paraba en una estación de mala muerte. Recuerdo que en ese viaje, o en otro, subieron a un boxeador noqueado y con los guantes todavía puestos, que mientras dormía narraba su propia derrota. Mi madre le mojó los labios con un pañuelo. El entrenador llevaba sombrero, tirado­res y una boquilla, pero se le habían acabado los cigarri­llos. Cada vez que mamá se inclinaba a auxiliar a su amigo el tipo se sacaba el sombrero y rogaba a Dios que se despertara para la próxima pelea.
Una vez que hicimos noche en un hotel de Bahía Blanca tardé en dormirme y entreví la desnudez de mi madre bajo la ducha. Al día siguiente, en el expreso a Neuquén, le pregunté qué era esa cosa negra que tenía ahí. Me miró y durante un rato movió los labios sin hablar. Por fin dijo: “Un hormiguero”, y ésa es la única cosa textual que recuerdo de nuestra charla. Yo tenía cuatro o cinco años y ella todavía no llevaba la huella en la frente. Una vez le escuché decir que querían adoptar un hermanito para mí. La odié y odié a mi padre hasta que me preguntó si quería un hermano de regalo y yo me puse a llorar. Pero eso fue mucho más tarde, entre el rápido a Río Cuarto y el expreso a Cipolletti.
Ahora creo que vamos rumbo a San Luis y en un lugar penumbroso suben dos mellizos vestidos de azul, con una valija inmensa. Al rato uno abre la valija y de adentro sale un enano. No necesitan boleto. Los tres son, le informan al guarda, electores de Perón. Los que el pueblo votó para que votaran por Perón. En casa, el General era mala palabra pero ahí, de noche y a los cimbronazos, estallan aplausos y el enano levanta los brazos subido a un asiento. Alguien, atrás, empieza a vociferar “aquí están/éstos son/los muchachos de Perón”. Uno de los mellizos se sienta al lado de mi madre y enseguida le saca un piropeo de versos floridos. Ella se levanta en silencio, indignada, con la cicatriz que le cruza la frente, y me arrastra al pasillo. “Éste es mi hijo”, le dice al guarda mientras me pone la mano sobre un hombro, “y en este tren, como manda el General, los únicos privilegiados son los niños”. Me parece mentira que lo diga ella, pero el de uniforme se pone duro como un mástil y el enano deja de gritar. Después todo pasa muy rápido. En la siguiente estación sube la policía y se lleva a los electores a empujones. Un gordo engominado se acerca a mi madre y se disculpa en nombre del ferroca­rril: los privilegios de los niños alcanzan a las madres, dice y suda a mares mientras su mano grasienta me acaricia la cabeza. Parece asustado y nos ofrece pasar al vagón de primera.
Esa fue la única vez que viajamos en asientos mullidos. Mi madre se recuesta y cierra los ojos. Ahora veo: el gatito está atado a una silla, enredado en un ovillo de lana. Dormía en mi cama como ahora otro duerme junto a mi hijo. A veces yo era el Corsario Negro y él el Corsario Rojo que iba a morir en el cadalso. Era negro y blanco con un morro fino y una paciencia infinita. Una noche no volvió, la siguiente tampoco y a la tercera empezamos a llorarlo. Nos había acompañado en otros trenes, aterrado por el encierro y el ruido. Venía del asfalto de Mar del Plata y tal vez sufría los calientes desiertos puntanos. ¿Sueña con eso mamá cuando duer­me esa noche en el tren? ¿Sueña con su aldea de Navarra? ¿Con la voz de Magaldi? ¿Con los bailes en Barracas cuando era joven y trabajaba en la fábrica de medias? En la larga espera de una estación desconocida, esta vez rumbo a Tandil, habla de ella: años atrás un tal Fermín Estrella Gutiérrez le ha escrito versos de amor, dice. Era elegante y gentil aquel poeta de sonoro apellido. Qué más, me pregunto ahora: ¿qué otros sueños? ¿Más pra­deras y distancias? Tal vez la pensión de la calle Brasil, a una cuadra de donde vivía el Peludo Yrigoyen. La estación Constitución donde desembarcamos por prime­ra vez, yo intimidado por la inmensa avenida y ella feliz con su sombrero de paja bajo el sol.
Trenes de madera, de fierro, de juguete. Resaca inglesa y vivezas criollas. Van peones deportados, viajan­tes medrosos, boxeadores noqueados, antiguos electores de Yrigoyen y Perón. Ahí va Gardel que todavía no es Gardel. Viene Eva, que todavía no es Evita. Sube su moto un chico que todavía no es el Che. Todos duermen, igual que mi madre. Van a la deriva del destino. A cara o cruz. Aunque nunca hablemos de los sueños, es en ellos donde alguna vez somos enteramente felices. Mientras ruge la locomotora y crujen las maderas de aquel vagón justicialista.
*Cuentos de los años felices – año 1993.